Supervivencia
Hace poco, en una tertulia de intelectuales en la que participaba un escritor al que admiro, salió a colación la cuestión de la supervivencia.
Hablaban de las guerras, de cómo unos mueren y otros sobreviven una y otra vez. Y este escritor, bragado en mil batallas, comentaba que en una guerra los que sobreviven siempre pagan un precio por ello. Y que él, como superviviente, sabía de las cosas que había tenido que hacer para conservar la vida en territorio comanche. Y que cuando veía a un superviviente, desconfiaba de él de manera sistemática porque no podía perder de vista el precio que habría tenido que pagar por ello.
Cuando concluyó la tertulia, me quedó una pregunta flotando en el aire: ¿qué precio he pagado yo, como superviviente de catástrofes varias, para seguir viva? Y en esas anduve, intentando indagar. Tras un tiempo de rondarme la interrogación por la sesera, la conclusión vino a ser que por el camino se me ha ido cayendo la inocencia, a fuerza de puro desgaste.
Y me pongo a pensar que a lo mejor morir –o seguir vivo- es mucho eso: pasar de mirar como un niño a mirar como un cínico. Y a lo mejor es por eso que me aferro a los ojos de cualquier amante con ojos-niños, como si fueran un oasis del que para mí manara el agua de la vida. Como si fueran un espejo que me devuelve la imagen trucada de mi inocencia perdida.
Y creo que por eso me entrego tanto a ser niña. A reír sin freno y a cantar y a bailar, porque sé que si no cultivo mi jardín de la alegría, el cinismo y la amargura sentarían plaza.
Por una cuestión de supervivencia pura y dura.
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