Pinche Malinche

Accedí a la universidad ya talludita, presionada por una amiga. Elegí Historia por mi pasión por el arte, y más en concreto por la pintura.

A medida que fui matriculándome y aprobando distintas asignaturas, mi abanico de intereses se amplió enormemente. Descubrí la prehistoria y los orígenes de las civilizaciones. Descubrí la Edad Media y me fascinó su sistema económico. Descubrí las corrientes de pensamiento y su aplicación política. Y descubrí, por sobre todas las cosas, la historia de los descubrimientos.

Siendo de Sevilla , he crecido a la orilla de un río presidido por la torre del oro, el único navegable hacia el interior para transportar las riquezas de las Indias. De pequeña, soñaba con la torre de la plata, la gemela ausente al otro lado del río, donde ahora hay un restaurante de postín. Y en la cadena que las unía y franqueaba el acceso a la ciudad.

Soñaba con los relatos que contarían aquellos hombres que volvían del país de nunca jamás. De una tierra ignota y mágica, donde había alimentos inimaginables, pájaros de mil colores, bestias exóticas y hombres de piel oscura y religión impía que vivían desnudos.

Y como la vida me lo puso por delante, me tocó patearme México casi de pe a pa. Y en uno de esos viajes a Veracruz arribé a una playa salvaje de la misma costa en la que había desembarcado, quinientos años atrás, un porquero loco y extremeño, enano y patizambo, con barbas mesiánicas y ojos de fuego.

Allí, in situ , y tras unas cuantas biografías de Cortés a las espaldas, sintiéndome más pinche Malinche que nunca, comprendí mi querencia en la vida, mi fascinación por ese momento de la historia, por ese brote de genialidad que solo pueden permitirse el amor o la locura y que me deja sin refugio posible: quemar las naves.

S.M

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