Mi ángel
Luna tuvo una infancia dura. Abandonada a su suerte en un orfanato de monjas desde chiquita, su cuerpo se le quedó menudo, enjuto y encogido por la parca alimentación y la mucha humedad del mediterráneo.
Cuando yo la conocí, debía frisar los cuarenta, pero continuaba teniendo un cuerpecillo adolescente, a medio hacer. Siempre gentil y amable, repartía su sonrisa con el corazón en las manos. Aprendió de las plantas y las flores, y con ellas se ganó el sustento y pagó las facturas unos cuantos años.
Durante mucho tiempo, venía a casa de visita. Bebíamos té y fumábamos cigarrillos sin moderación alguna, y hablábamos durante horas. Más de lo divino, que de lo humano. Con ella he llorado mis grandes dolores, y me he reído mucho más de lo que sería capaz de relatar.
Recuerdo sus ojos brillantes, fieros y quietos, compasivos. Su nariz de pájaro solitario. Y su pelo duro de india, cuajado de canas y dignidad. Su temple de mística pura, sin afectación alguna.
Nuestras vidas, que caminaron juntas tanto tiempo, se separaron un buen día.
Aunque siempre sentí que estaba conmigo, durante demasiados años no volvimos a tener noticias la una de la otra. Para cuando quise ponerme en contacto con ella, había desaparecido sin dejar rastro. Ni dirección, ni teléfonos, nada...
Le mandé cartas como quien lanza botellas con mensajes desde una isla desierta, que nunca supe si le llegaron porque jamás obtuvieron respuesta.
Vivía con esa pena, la de haber perdido a una amiga del alma, cuando apenas hace unos días recibí una postal suya, en tonos sepia, con una foto del café Gijón.
Estaba datada un catorce de junio, una fecha cómplice, en una mañanita soleada bajo el cielo velazqueño de Madrid, y en ella me hablaba de la luz del horizonte y de Mario Benedetti, dos de mis grandes pasiones, y me nombraba por todos mis nombres, como debe hacerse entre la gente de bien.
Entre las escasas líneas de esa postal, intuí que alguna vez se asoma a este maremagnum que es Internet, y quiero pensar que leerá estas líneas. Enviadas en una botella virtual por esos éteres que tanto le gusta transitar, para recordarle que ningún naufragio posible romperá la hermandad que urdimos, tarde a tarde, mes a mes, año tras año, entre risas y lágrimas.
Y que sólo cabe en una palabra: MILAGRO.
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