Los barcos
En el varadero de un puerto en el fin del mundo, entre las barquillas de colores de los hombres de esa mar, he aprendido cosas tremendamente valiosas. He aprendido lo que es el trabajo físico que te lleva al límite de la resistencia.
He aprendido lo que es la naturaleza y su ciclo inexorable. He padecido en mi piel el sol que abrasa de los días de levante en calma; el huracán que te seca la pintura y te cimbrea el andamio y te arroja arena a los ojos cuando llega el viento feroz y seco del desierto; el frío y la humedad que vienen del Atlántico en enero y se te instalan en los tuétanos.
He aprendido sobre el mundo mágico de las supersticiones de todos los océanos -ese manto pavoroso y magnético-, plagados de sirenas con cantos de locura y dioses con tridentes que cabalgan sobre caballitos de mar.
He aprendido sobre el ritmo de las mareas y sus lunas y cómo condicionan el sustento de familias enteras.
He aprendido a pintarles ojos a esos barcos, a fuerza de mirar a los ojos a todos los barcos que busco de puerto en puerto. He aprendido de los pescadores la importancia de esos ojos para buscar el pescado y para encontrar el camino de vuelta a sus mujeres y a sus hijos.
Y, cómo no, he aprendido escuchar los relatos de los navegantes, a disfrutar los cuentos que todos cuentan sobre los barcos de su juventud en Chafarinas o en Venezuela o en el mar del norte. Y a llorar con ellos por tripulaciones enteras que desaparecieron en cualquier tormenta -como la del Joven Alonso-, o por un amigo -er cái- al que una ola, en una noche de invierno, lo arrancó del bote de la luz.
Por eso, en esta canícula, a dieciséis de julio y con un levante de cuatro flechas, quise escribir estas líneas como agradecimiento a todos esos pescadores que me permitieron entrar en sus barcos y en sus cuentos.
Salve, Estrella de los Mares .
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