El Sopas

El Sopas era quinto mío. Del 64. Pero no llegó a cumplir los 40. Lo conocí cuando le faltaban sólo unos meses. Había oído hablar de él a la gente del pueblo. Le llamaban el Sopas por otro hermano suyo que murió, también yonqui. El nombre de Sopas les venía de estar todo el día metidos en la marisma, medio sumergidos en el lodo para pescar sin más artes que las manos y los pies que Dios les dio.

Lo conocí una tarde de finales de septiembre. Apareció, como siempre, sin avisar. Miento. Sí que avisaba. Siempre llegaba cantando a voces por Camarón, con la litrona en la mano. A mí me habían hablado de él, pero a él también le habían hablado de mí. Alguien le había dicho que hablara conmigo, que yo lo iba a entender y que a lo mejor podía ayudarle.

Y esto era lo único que sabíamos el uno del otro. Cuando terminó con el quejío de “enamorao de la vida, aunque a veces duela”, se presentó formalmente:

- Soy el Sopas, el hermano del otro Sopas que murió. Aunque mi padre era payo, mi madre era gitana, canastera y andarríos. Y parió dieciséis hijos, aunque ya solo vivimos doce. A otra de mis hermanas le estalló una bomba de las de la guerra, porque iba a rebuscar chatarra donde los militares.

Paró para pedirme un cigarro y apurar la cerveza. Mientras observaba atento los movimientos de los pájaros en la marisma, me dijo que iba a ir al grano:

- Yo ya no me meto. Caballo, quiero decir. Te juro que llevo ocho años con la metadona y yo eso ya ni lo toco. Que por eso se murió mi hermano el Sopas, que en gloria esté. No. Yo lo único que quiero es irme a la mar. Embarcarme y poderme ir a pescar y estar en medio del mar muchos meses. Pero como tengo que ir todos los días a por la metadona, no puedo. Y el médico no quiere quitármela. Pero tampoco quiere dármela para más tiempo. Y yo se lo digo, y él no lo entiende. ¿Y sabes lo que me dijo? Que me fuera a ver a una psicóloga. Y cogí y fui. ¿Y sabes lo que me dijo la tronca? Que le contara mi vida. ¿A ella? Como yo le dije, usted será muy psicóloga y todo lo que usted quiera, pero de educación está usted cortita. Porque a ver, yo vengo aquí con un problema, y usted a mí no me conoce de nada, y en vez de solucionarme el problema me dice que le cuente mi vida. Pero ¿la conozco yo a usted de ná? ¿A usted le parecería fino que yo le dijera, señora psicóloga, que me contara cosas de su señora madre?

Me sentí abrumada. Era demasiada información para venir de un desconocido. Que además no callaba ni un solo momento.

- Yo sé, porque soy medio gitano, que tú has venido para ayudarme. Porque yo lo único que quiero es ser libre- y comenzaba a entonar: “.... libre, libre quiero ser, quiero ser, quiero ser libre”.

A continuación, y tras observar nuevamente el trajín de los espurgabueyes y las gaviotas, pareció dar por zanjada la conversación y me dijo que tenía hambre. Preparé dos bocadillos de jamón y él sacó otro litro de cerveza. Merendamos en silencio mientras vimos cómo se ponía el sol. Y en cuanto terminó el bocadillo, agarró la cerveza, se puso en pie y abrió la puerta para irse al tiempo que entonaba bajito “...volando voy, volando vengo... por el camino, yo me entretengo”.

Y así desapareció: cantando, como había llegado.

Al día siguiente, más o menos a la misma hora, oí como llegaba cantando “... soy gitano, y vengo a tu casamiento”. Me dijo:

- Qué, prima, ¿has pensado lo que hablamos? Yo tengo una necesidad muy grande. Y quiero que se la expliques bien al médico, porque yo sé que te has quedado con la copla y tú se lo vas a decir bonito para que él lo entienda. Viene el miércoles por la mañana, así que vamos a ir los dos a verlo juntos.

Y a continuación me guiñó un ojo, agarró la pala y el litro de cerveza y estuvo dos horas sacando escombros de un cuarto, sin parar de cantar ni un solo momento, como si fuera un gorrión al que le han dado cuerda. Cuando le pareció, me devolvió la pala, me pidió un bocadillo y otra cerveza y se marchó cantando por alegrías.

Y cuando ya iba bien lejos, se volvió y gritando me dijo:
- Mi madre, la gitana, decía que yo era un ángel. Y así me puso: Ángel.

Supuse que se refería a la cita con el médico, que quería que yo supiera cómo se llamaba para no avergonzarlo llamándole Sopas frente al doctor. Qué poco imaginaba yo entonces que esas eran las últimas palabras que me dirigía.

El miércoles acudí puntual a la cita con el médico. El que no acudió fue el Sopas.

En total tan solo lo vi tres veces, y la última fue de lejos, porque estaba casi desnudo, cubierto el cuerpo esquelético con el fango de la marisma que tanto amaba. Estaba mariscando, y me hizo señas de que no me acercara porque solo llevaba puestos los calzoncillos. Su pudor de mostrarse más que desnudo, tan pobre, me hizo ruborizar y me alejé rápidamente. Y ésa es la última imagen que tengo de él: la de un cristo lacerado por los ostiones y los erizos y consumido por los excesos, cantando en una marisma fría y húmeda.

Dos días después me dijeron que había muerto. En mitad de la noche cayó desde la ventana de su casa, un tercero, que no tenía cristales ni persianas desde hacía años. Al parecer no estaba solo, pero nunca se llegó a poner en pie qué fue lo que pasó.

Sé, de cierto, que nunca llegó a cumplir los cuarenta. Que necesitaba el viento y su marisma con toda la fuerza que le quedaba cuando lo conocí. Que, a pesar de que nunca tuvo nada, era el único de todo el pueblo que siempre tenía ganas de cantar. Y que su única necesidad era la de perderse en la mar. Descanse en paz.

S.M

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