Secuestro en la Autoestrada
Acabábamos de cruzar la frontera italiana. Aún no era mediodía. Íbamos por la autopista en dirección San Remo cuando de pronto, sin previo aviso, el coche se paró. Se detuvo justo en una zona de estacionamiento, a un lado de la autopista, donde no había nada más que un poste de S.O.S. Hacía un sol aplastante y no había ni un árbol. El coche estaba en perfecto estado y no había hecho ningún amago de avería, por lo que dedujimos que se había quedado sin gasoil. La verdad es que la aguja del marcador de gasoil no estaba cerca de la señal de reserva, pero como todo funcionaba bien, sólo podía ser la falta combustible.
Lo primero que hicimos fue llamar a la compañía del seguro y comentarles nuestra situación y el siguiente paso era apretar el botón rojo del S.O.S y comunicar por el teléfono lo que nos pasaba.
Cuando nos respondieron, nos dijeron que no nos preocupáramos, que en breve nos enviarían un coche. No sabíamos dónde estábamos, pero les dimos el número del S.O.S y el modelo y matrícula del coche para que nos pudieran localizar.
Si mirábamos hacia atrás en la enorme autopista, se veía un puente de cuatro carriles y, muy al fondo del mismo, un pueblo que lindaba la costa. Si mirábamos hacia delante no podíamos ver nada más que la autopista perderse en lontananza.
Pasó bastante tiempo hasta que llegó un camión grúa del que se apeó un joven treintañero. Preguntó si nos habíamos quedado sin gasoil y si teníamos seguro. Le dijimos que sí y que estábamos hablando con la compañía en ese mismo momento. Sin dejarnos ni hablar nos dijo que tenía que subir el coche a la grúa y llevarnos a una gasolinera cercana. Nosotros pensábamos que era más fácil que nos trajera un bidón de gasoil o que se llevara en su camión a unos de nosotros a por él. Pero dijo tener órdenes de cargar el coche en la grúa y llevarnos directamente a la gasolinera.
No habían pasado ni diez minutos y ya estaba empezando a gritarnos. Intentábamos calmarle y hacerle entender que estábamos hablando con la compañía aseguradora para que se hicieran cargo del incidente, ya que nuestro seguro cubría tales percances. Pero, más le hablábamos educadamente, más nos gritaba. Al fin dijo que, o nos subíamos al coche y él lo cargaba en la grúa, o que nos quedábamos allí, porque los que no teníamos carburante éramos nosotros y no él.
Ante tal situación y viéndole tan raro, decidimos subir al coche. Seguidamente lo cargó en la grúa y nos condujo autopista hacia delante. Íbamos montados en el coche mirando el paisaje, como en una película, cuando vimos, no muy lejos de donde nos habíamos parado, una gasolinera.
Nos hizo llenar el depósito y pagar sin bajarnos del coche y nos insistió que no nos bajaría hasta que no tuviera respuestas de la compañía de seguros, que, según él, tenía que ponerse en contacto con su jefe y éste darle la confirmación de que todo estaba en orden. Como la compañía aseguradora estaba en ello, no podíamos hacer nada, ni tampoco bajar del coche. Él lo que quería era cobrarnos el servicio en el acto, de hecho nos pedía el dinero. Nosotros sabíamos que la compañía se hacía cargo, porque así nos lo había hecho saber y por eso no estábamos dispuestos a pagarle, lo que le enfurecía cada vez más.
Decidió seguir por la autopista en dirección San Remo, con nosotros encima, durante un buen trayecto, hasta que llegamos a un peaje de salida hacia un pueblo. Pagó el peaje y a unos metros se detuvo. Se bajó de la grúa muy indignado y con gritos e insultos, llenos de palabrotas, nos dijo que no podía seguir y que nadie le llamaba para darle la confirmación que requería su trabajo. Estábamos atónitos, no entendíamos que estuviera tan loco, ni que nos gritara de ese modo, ni que no nos dejara bajar del coche. Nos sujetaba la puerta para no dejarnos salir.
Al fin, la compañía nos llamó y en ese mismo momento sonó su móvil. Le llamaban de su central y con enormes gritos se quejaba de no obtener respuesta de nuestra compañía. Me pasó el teléfono suyo, para que yo hablara con la señorita que le pedía los datos y me sentí aliviada de poder hablar con alguien normal. Le explique la situación, sin mencionar que estaba junto a un pirado que no me dejaba ni hablar y me dio un número de teléfono, que pasé por mi móvil a la compañía de seguros, que nos aseguró llamar a este número y solucionarlo todo.
De todos modos seguíamos secuestrados sin poder salir del coche. Nada más cerrar el teléfono, el italiano se subió a la grúa y se puso en marcha. Entró de nuevo en la autopista por el mismo peaje que había salido, y esta vez en la dirección por la que habíamos venido. En poco volvíamos a pasar por el mismo sitio en donde nos habíamos quedado parados.
No sabíamos adonde nos llevaba, pero estábamos deshaciendo lo andado.
Al pasar por una gasolinera se paró, se bajó del coche y se puso a hablar por teléfono. Llevamos ya un buen rato subidos en el coche, sin poder salir y se estaba convirtiendo todo en una pesadilla. De pronto llegó una mujer y le pidió ayuda para su coche. El italiano sacó de la grúa unos cables para arrancar la batería y le arregló el coche. La señora, con nosotros en lo alto de la grúa, le pagó y, muy simpático con ella, se volvió a subir a la grúa sin decirnos palabra y continuó por la autopista.
A unos kilómetros salió de la autopista por un peaje y, como la vez anterior, aparcó a unos metros y se volvió a bajar, pero esta vez se dirigió a la parte trasera de la grúa y empezó a desenganchar nuestro coche para bajarlo. Por la ventanilla le pregunté si ya estaba todo resuelto y nos dejaba marchar. Afirmó con la cabeza y en unos minutos estuvimos libres en tierra. No dijo nada y se fue muy malhumorado.
Nos quedamos perplejos. Volvimos a entrar en la autopista y reanudamos el camino, más atrás de donde nos habíamos parado sin gasoil. Ahora teníamos carburante y podíamos continuar tranquilos. Nos habíamos perdido durante unas horas en una aventura surrealista.
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