Querer es poder
No sé desde qué momento empiezan los niños a desear cosas. Supongo que desde que son capaces de distinguirlas con alguno de los cincos sentidos. La voluntad de poder tener lo que se quiere es tan fuerte en ellos que no hay barrera interior que no sean capaces de saltarse. El término de “locos bajitos” se queda un poco corto para estos psicópatas infantiles que todos hemos sido.
Cuando una criatura tiene una motivación muy fuerte para alcanzar un objetivo y el camino para conseguirlo es largo y tortuoso suele buscar un atajo, siguiendo la ley de la naturaleza del mínimo esfuerzo, sin reparar si es ético o no. Algunos le cogen gusto y continúan con esta actitud infantil toda la vida, otros nos hacemos mayores y mejoramos con el tiempo.
Siendo niña no me libré de los torrentes del deseo, aparqué en la cuneta de la vida mi naturaleza desinteresada y me dejé llevar por el interés. La causa de seguir tan proceloso camino la motivó mi pretensión de aprender a patinar y a montar en bicicleta. Mi anhelo era tan grande como la dificultad de conseguirlo y por tanto le daba vueltas y vueltas para ver cómo me las maravillaría yo(1). En unas condiciones propicias, mi padre me habría llevado al Parque del Buen Retiro y me habría enseñado a desenvolverme sobre ruedas, pero murió en un accidente de tráfico cuando era muy pequeña. Mi madre sentía pánico por cualquier actividad que entrañara el más mínimo riesgo y me tenía prohibido usar los patines o bicicletas de mis amigas.
Mi única posibilidad era aprender en el internado donde no había vecinas que le fueran con el cuento, pero carecía de recursos económicos para alquilar patines o bicicletas. No me daban directamente dinero a mí sino a mi hermana mayor para que me lo administrara ya que mi madre dudada que le diera un buen uso(1). El pedir a mi hermana que me alquilase los patines o la bici era algo impensable y lo deseché en primera instancia. Con mi insolvencia económica empecé a analizar cuales eran mis activos con los que poder negociar y pensando, pensando encontré el atajo.
Del alquiler se ocupaba una compañera de mi clase, a la que las monjas habían delegado la gestión. Ella tenía por decreto-monja la clave de acceso a mis rodantes objetos de deseo, que para mí entonces era todo lo que se podía desear en esta vida. Sin embargo, ella también tenía una secreta aspiración: aprobar las matemáticas, cosa que a mí no me preocupaba en absoluto porque sacaba muy buenas notas casi sin estudiar. Ambas envidábamos lo que no teníamos y el acuerdo tenía que caer por su propio peso. Le ofrecí el derecho preferente a pasarle los resultados en los exámenes de matemáticas a cambio de un alquiler ilimitado de patines y bicicletas. Dentro de este plan estratégico había que contar con el silencio de mi hermana, por lo que extendí el acuerdo de gratis total a mi flatela y de esta manera compré su silencio.
Cuando me recuerdo haciendo estos negocios tan turbios no me reconozco, pero en el pecado siempre va la penitencia. Cuando ejecuté la primera fase del plan que me proporcionó los recursos rodantes, empezó la fase de autoaprendizaje. Comencé por los patines y pude comprobar la buena calidad de mis huesos y la facilidad de regeneración de mi piel. Todo eran caídas y raspones pero con lo que me había costado llegar hasta allí no podía tirar la toalla. Cuando conseguí desplazarme con soltura con los patines pasé a la bicicleta y no hubo árbol del patio con el que no chocara. Hoy día nadie imaginaría el precio que pagué por algo tan sencillo como patinar y dar pedales.
Ahora he perdido mucha fuerza en mis deseos y ya no voy a lo mío pagando cualquier precio, pero cuando me veo rodeada de adultos que van a lo suyo, me entran ganas de despertar a la niña psicópata que hay en mí.
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(1) Como decía Lola Flores en una
canción
( 2) El buen uso es que lo gastara solo en mí, cosa
que me resultaba bastante difícil