La mudanza

Después de las Navidades solo se hablaba de la mudanza al nuevo edificio. En las oficinas de Arturo Soria estábamos muy apretados y todos esperábamos el traslado como si fuera la tierra prometida.

La nueva sede estaba en la carretera de Burgos, solo era accesible a través del atasco matutino de la M-30. Todos sabíamos que tardaríamos más en llegar al trabajo pero los que habían visitado el nuevo edificio, aún en obras, anunciaban el fin de todas nuestras estrecheces: aparcamiento para todos, espaciosos despachos, laboratorios con luz cenital, comedor... Pero entre tantas cosas buenas corrían rumores inquietantes de los delirios artísticos-simbólicos del arquitecto.

Llegó el día en el que guardamos nuestras cosas en cajas y abandonamos la zona de Arturo Soria. No sabía que no tardaría mucho en volver a trabajar por este barrio, pero en otra empresa. Atrás quedó el laboratorio donde nos apiñábamos, la cafetera que había en producción, el ambiente familiar y cercano, los saludos matutinos, el ver a todos todos los días.

El nuevo edificio estaba en una parcela independiente con una amplia zona de aparcamiento. El inmueble se había pintado en una tonalidad rosacea que no sé si obedecía a la simbología del presente ideológico de los dueños (rojo desteñido) o era fruto del sentido artístico del arquitecto. El color no fue lo más criticado de la nueva residencia laboral.

Por medio de unos arcos que hacían la función de porche se accedía a la puerta principal que daba paso a un espaciosísimo hall. La estructura interior del edificio siempre me recordó a una cárcel: Un patio central atravesado por una pasarela que unía las alas izquierda y derecha. He visto esa estructura de edificación en otras empresas, con otros colores y otros materiales pero siempre me han evocado a esos lugares donde privan de su libertad a los que tienen asuntos pendientes con la justicia.

La explicación simbólica de la construcción dada por el arquitecto consistía en marcar de forma diferenciada el hardware del software. La parte dura la situó en el ala izquierda y la parte blanda en el ala derecha, quedando unidas ambas por una estrecha pasarela. A los chicos duros les puso ventanas pero a los blandos nos bañaba el laboratorio de luz cenital por unos tragaluces del techo y nos despojó de cualquier visión del exterior privándonos de la distracción del mundanal ruido. A la semana de trabajar allí habría matado al maldito arquitecto si no fuera por las visitas que hacía a mis amigos de la parte dura para desintoxicarme de tanta luz caída del cielo.

Si el laboratorio sin ventanas era una afrenta, las mesas de trabajo lo eran aún más. Con la cantidad de metros cuadrados que había construidos ¡Estábamos apiñados nada más instalarnos! Pero el punto más álgido de nuestra decepción fue ver el derroche de metros cuadrados de los despachos de los dueños, que tenían eco de puro grandes que eran. Este agravio comparativo nos llevó a todos, menos a Paco Lenin, a cantar por lo bajini aquella canción " ¡A desalambrar !" de Víctor Jara.

Este nuevo entorno laboral fue un punto de inflexión. Se desvanecieron los siguientes principios del paraíso laboral:

Ubicación: el espacio ya no era para el que trabajaba, y la luz tampoco.

Clases: no todos eran proletarios, los dueños abandonaron los laboratorios y se refugiaron en el latifundio de sus despachos.

Relaciones: Se perdió el meeting point del café; las cafeteras estaban distribuidas por el edificio. Desapareció la hiperconectividad por las distancias; había que tener un motivo concreto para desplazarse a visitar a un compañero.

Actividades extralaborales: No había bares por la zona, desaparecieron las rondas de tubos.

Solo quedó la Organización, se mantuvo firme la célula laboral, tal vez porque al arquitecto se le olvidó incluir salas de reuniones en el edificio.

Pero la derrota del paraíso laboral, como la de Zamora, no ocurrió en una hora, la erosión fue lenta como se verá más adelante.

Lula

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