El traspiés

La ventaja de veranear en Ayamonte es que además de la playa, el pescado y el jamón ibérico, solo tienes que cruzar el río Guadiana para estar en Portugal. En la localidad lusa situada al otro lado del cauce, Vila Real de Santo Antonio, deben pensar lo mismo. Por eso hay un constante trasiego de portugueses y españoles cruzando de uno al otro lado del Guadiana.

Antes solo existía la posibilidad de cruzar el río mediante una barcaza, pero hace más diez años construyeron un puente internacional que une los dos países, aunque sigue existiendo el servicio fluvial. Todos los años es visita obligada ir Santo Antonio a comprar toallas, albornoces, camisetas, calcetines, todos ellos de un magnifico algodón. Antes, con el cambio de moneda de la peseta por escudos, las cosas estaban más baratas, ahora, con el euro, están al mismo precio. Pero la costumbre de ir a ver qué tienen y de comprar algo fuera de España hace que esa costumbre siga viva.

Tengo dos posibilidades de ir a Portugal con marido o sin él. Ambas opciones tienen su pro y su contra. El consorte me lleva en coche desde la puerta de casa hasta el paseo de las tiendas, cruzando por el puente internacional. Parece una cómoda opción, pero las apariencias engañan. Me lleva con la hora justa, a los cinco minutos empieza a impacientarse y cuando estoy dispuesta a comprar algo me dice ¿Eso para qué lo necesitas?. Me darán la razón, sobre todo las lectoras, que eso en vez de una compra voluptuosa es un vía crucis. La segunda opción es más incómoda, sobre todo en el transporte, ya que requiere tomar un autobús y atravesar el río por la barcaza, pero a cambio, la voz de la conciencia anti-consumista se queda en casa y la compra de artículos lusos se puede hacer con entera libertad y sin prisas.

Este año me he decantado por la segunda opción, es decir, sin marido, acompañada por mi benjamina. Íbamos las dos de camino hacia la barcaza cuando de repente di un paso en falso, perdí el equilibrio y en un segundo aterricé en plancha sobre la acera. Mi hija, viéndome en una postura similar a la de El Papa cuando llega a un país y se pone a besar la tierra, me dijo. ¿mamá, pero qué haces?. Es de agradecer que no se echara a reír, que suele ser la reacción más normal en estos casos. No sé lo que me pasó, si mi cerebro dejó de darle instrucciones a las piernas, si tropecé y al ir a recuperar el equilibrio lo perdí del todo, o si pisé en falso en una pequeña depresión que tenía la acera por el cruce de peatones, pero como lo que me falta de psicomotricidad me sobra de instinto de supervivencia, puse las manos para evitar golpearme la cabeza. El resultado de tan espectacular aterrizaje fue una rodilla magullada y un intenso hormigueo en las palmas de las manos.

Mi hija me ayudó a levantarme, y una vez que evalué los daños, continuamos nuestro camino a la barcaza, en mi caso con una ligera cojera y un escozor de mil demonios en la rodilla. Una vez embarcados le pregunté al Caronte luso si tenían botiquín. Me devolvió una mirada de incomprensión, motivo por el cual tuve que recurrir al lenguaje de los signos mostrándole mi rodilla herida. Me trajo algodón y un desinfectante. Al menos desembarqué en Portugal con la tranquilidad de que las pústulas de la rodilla no se me infectarían.

En esta ocasión no tenía marido que limitara mi libertad, pero el ideal para hacer las compras no es ir con una pierna tiesa. Creo que ese fue el motivo por el que no me compré nada para mí por primera vez en muchos años. Mi benjamina, sin ninguna limitación física, encontró algunas cosas para ella y para su hermana. Me despedí este año de Portugal arrastrando la pierna izquierda(1) y pensando que tal vez el año que viene me decante por la primera opción, es decir, con marido.

Lula

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(1) Para que no quepa duda de qué pie cojeo