El talento
El 2007 lo inicié escribiendo un post titulado El blog como religión que estaba inspirado en la reflexión de Andrés sobre Blogs ¿Herramienta o religión?. Este año quiero continuar con la tradición siguiendo de nuevo los pasos de Andrés en Talentotontería o Matrix, de Julen en una de sus estupendas ideas radicales: Libera talento no lo retengas y de Telémaco en Piedras autodeslizantes. ¡Va por ustedes maestros!
Escuché la palabra talento por primera vez en el internado por boca de Sor Marcelina. Tenía pocos años, seis, y mucha curiosidad, energía, carácter, ganas de jugar, de hacer y decir lo que me daba la gana. Era el anti-prototipo de niña para las monjas, no tenía modales ni era dócil. Cosechaba toda serie de castigos y bofetones pero seguí firme en mi determinación de no dejarme moldear por las hermanas.
Sor Marcelina enseñaba matemáticas y tenía su propio método para incentivar el aprendizaje: a las alumnas que no sabían resolver los problemas les golpeaba la cabeza contra la pizarra. El método no era muy eficaz a pesar de que una grieta dividía la pizarra en dos a fuerza de aplicarlo. Afortunadamente me libré de ese castigo pero no del influjo de esta hermana. Al contrario que las otras monjas, valoraba el talento sobre la docilidad. No sé que vio en mí pero me tomó bajo su tutela para que el talento que según ella me había dado Dios no lo desperdiciase. Solo ella consiguió, sin que mediara ningún tipo de castigo, debilitar mi defensa ante mis educadoras y sembrar la duda sobre lo correcto de mi comportamiento. Aún hoy siento su influencia.
Me solía amenazar con el castigo divino por malgastar mis dones. Me repetía hasta la saciedad la parábola de los talentos ( Mateo 25, 14-30). Me decía que Dios me había dado mucho talento y que me pediría cuentas si no los desarrollaba. Me vigilaba y me reprochaba mi tendencia en hacer lo que me daba la gana mientras el sentimiento de culpa iba haciendo mella en mí. A ella le debo la sensación constante de que hago menos de lo que debería hacer.
Con el paso del tiempo le tuve que dar la razón a Sor Marcelina y empecé a valorar la importancia de no perder el tiempo y desarrollar los puntos fuertes. La vida parecía que también le daba la razón a la monja y en el entorno laboral al que me incorporé se valoraba el ingenio, los conocimientos, el espíritu crítico, el trabajo bien hecho, el rigor y hasta saber decir “NO”, el talento por encima de la docilidad. Por primera vez en la vida entendía el modelo del desarrollo personal como satisfacción personal y como medio de ganarse la vida e incluso el cielo. Pero este modelo se empezó a resquebrajar con la burbuja de Internet.
De repente cambiaron los valores y triunfaron los charlatanes y su coro de aduladores sobre el talento puro. Todos los proyectos eran descabellados y empezó a ser más importante la forma que el fondo. El bronceado, la gomina, el traje a medida y el habla gangosa triunfó frente al desaliño propio de los techies. La edad empezó a ser un handicap y los despachos ejecutivos se poblaron de niñatos jefes. El talento primero se despreció y para más tarde ser pisoteado a placer por seres ciegos de ambición y faltos de luces.
Estamos en la situación que describe Pino Aprile, en un mundo de imbéciles para los imbéciles, sin esperanza para el talento. Si Sor Marcelina levantara la cabeza no daría crédito a lo que ve y seguramente se arrepentiría de haberme llenado la cabeza de pájaros. El que lo tiene más complicado es Dios, ¿cómo va a juzgar si hemos desarrollado adecuadamente el talento que nos dio?
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