El síndrome de Almería II

Aún me faltaban dos años para entrar en la tercera década y ya tenía mi vida encauzada. Había entrado en la fase de crecer y multiplicaros y ya éramos padres de dos hijos y uno en camino. Vivía de alquiler en una bonita y céntrica urbanización con piscina, disfrutaba de mi trabajo, en el que la penuria del salario era suplida por un aprendizaje continuo y por estupendos compañeros (a eso lo llaman salario emocional). No nadaba en la abundancia pero vivía el presente feliz y sin miedo al futuro.

Hasta ese momento los únicos sobresaltos eran las visitas al hospital infantil del Niño Jesús en el que nuestros hijos tenían un abultado historial médico. Pero de repente el Destino nos dio una sorpresa con dos caras: a mi marido le surgió la oportunidad de alcanzar su sueño de trabajar en una presa(1), pero tenía un precio que era Almería. Podía elegir entre la presa de Cuevas de Almanzora(2) o la de Beninar. Este suceso alteró nuestra vida en familia tan tranquila hasta la fecha. Había que tomar una decisión y se tomó: destino Almería.

En verano mi marido se trasladó a Adra, y alquiló un piso. Las vacaciones de verano las pasamos allí. Me volví sola a Madrid, a trabajar, mientras que la familia permanecía en Almería. En noviembre nos reunimos de nuevo en Madrid el día que nació mi hija pequeña.

La baja maternal la pasé en Adra. En ese periodo surgió un trabajo que me venía como anillo al dedo en una entidad Local. Lo conseguí y no sin pena dejé mi trabajo en Madrid. Ya estábamos encadenados laboralmente en Almería.

Lo recuerdo como una jaula de oro. El clima de la zona, salvo el viento de poniente, era magnifico, nunca llovía y solo había dos meses un poco fríos. La vida era muy tranquila y fácil. Los niños mayores iban a una guardería preciosa al lado del mar. La pequeña me la cuidaba una persona estupenda mientras yo trabajaba por las mañanas. Salíamos todos los días a tomar cañas, las tapas eran antológicas, como las de Granada. Formábamos la colonia "de la presa", todos eran del gremio de la construcción. Solo ampliamos el círculo de amistades con los padres de unos amigos de nuestros hijos que eran de Huelva y que estaban dando clase en el Instituto.

Trabajaba directamente para un político, el vicepresidente de la entidad. Era más joven que yo pero tenía más conchas que un galápago. Eran los tiempos en que se estaban creando las condiciones que desembocarían en sucesos como el Caso Juan Guerra. Pude ver en barrera a los políticos que había votado en el 82 para darle la razón a un amigo mío que me llamaba portuguesa (a Felipe de habían votado los españoles ilusos).

Echaba de menos Madrid, su agua, sus churros y su anonimato. En Adra vivía como en un escaparate. No podía hacer nada sin estar en boca de todos. Un día que fuimos un grupo de amigas a un Pub a ver la película Oficial y caballero en la que salía Richard Gere sin canas, nos pusimos a charlar y nos dieron las cinco de la mañana. Al día siguiente todo el mundo estaba cuchicheando y el marido de una de las contertulias estaba molesto por el qué dirán. Me mudé a Aguadulce, pero fue peor porque allí estaba muy sola.

Añoraba a mis antiguos compañeros, y mi trabajo de I+D. Empezaba a estar harta de las mentiras del político que justificaba diciendo que "una cosa es la voluntad política y otra la realidad". Mi marido empezó a aburrirse del trabajo en la presa y empezamos a hablar de volver a Madrid y a buscar trabajo allí. Esta vez Almería se portó bien y nos dejó volver a la capital.

El 1 de junio de 1986 comenzamos una nueva vida laboral en Madrid, yo en la privada y él en la pública.

(1) Es ingeniero de Caminos de la rama de hidráulica.
(2) Donde me curaron la fractura de Colles