El narcisista

Hace muchos años conocí en la Facultad de Medicina de San Carlos de Madrid, a un compañero de curso que presumía, constante e inmodestamente, de su indudable atractivo físico.

Coincidimos también en el campamento de las Milicias Universitarias de La Granja (Segovia) y raro sería el compañero de "tienda" que no le sorprendió alguna vez mirándose largo rato en el espejo, con gesto complacido, como diciéndose a sí mismo: ¡¡ Mecachis que guapo soy!!.

Pronto se le conoció, por todo el campamento, como: J... el “divino".

Después, al acabar la carrera, la vida nos llevó a cada uno por distintos caminos y obligaciones, y no volví a verle. Pero alguna “lengua de doble filo" me comentó que al caer la noche solía pasear-pavoneándose—por la Gran Vía madrileña, y frecuentar sus Salas de Fiestas a la “caza" de alguna turista desesperada.

Esta clase de personajes es fácil encontrarlo entre nuestra fauna humana y en recuerdo del mito griego de Narciso -que se extasió ante su propia belleza haciéndose insensible a otro sentimiento que no fuera “el amor a sí mismo"- reciben el nombre de narcisistas.

Aunque la conducta narcisista constituye una fase básica de la evolución del niño, su persistencia más allá de la pubertad, adquiere un carácter patológico.

Cuando llegan a la edad adulta presentan una conducta basada en una pauta de grandiosidad, son hipersensibles a la valoración de sus jefes o compañeros de trabajo, y suelen despreciar o, en el mejor de los casos, ignorar los sentimientos de las personas de su entorno.

Incapaces de tomar contacto con la realidad diaria, la sustituyen por ideas exageradas de poder y éxito, y frecuentemente acaban por perderse en ese mundo de fantasías.

Sobrevaloran la importancia de su trabajo, por el que esperan recibir un trato especial y tienen una necesidad constante de sentirse atendidos y admirados. Cuando este moderno Narciso decide establecer vínculos de pareja, ésta suele ser tratada únicamente como un objeto que sólo le sirve para retroalimentar su frágil autoestima.

Parafraseando el mito griego, podría decirse que nuestro narcisista se asoma a las aguas turbias de su fantasía, intentando ver la perfección o la belleza que le haga exclamar:

¡¡ Mecachis que guapo soy!!

 

Miguel Arribas

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