El misterio del interruptor

Estábamos pasando la tarde en Isla Antilla cuando sonó mi teléfono móvil. Era mi vecino de la casa de Madrid que nos avisaba que habían forzado la puerta de la casa y que nos habían robado. Como estábamos a 700km del lugar de los hechos avisamos a nuestros hermanos para que se hicieran cargo de la situación.

Mi cuñado llamó a la policía y se fue hacia la casa para ver la magnitud de la catástrofe. Le acompañaba su hija mediana, a la que llamamos "la rubia", que es la única de la familia a la que le entusiasman los desfiles militares(1) y que no se quería perder la actuación de la policía en casa de sus tíos.

Los ladrones habían centrado su actuación en el cuarto de matrimonio, sacando el contenido de los cajones de las mesitas de noche, de la cómoda y de los armarios, buscando joyas que no existían. Forzaron una caja metálica en la que guardo mis "alhajas": fotos, los dientes de leche de mis hijos que le ponían al ratoncito Pérez, mi medalla de la primera comunión... Todo mi pasado esparcido por el suelo, menos la medalla, que se la llevaron.

La rubia nos hizo una descripción minuciosa del desastre, entusiasmada con la aventura nos iba pormenorizando cómo nos habían vaciado los armarios y habían dejado toda la ropa por el suelo. Menos mal que no le tenemos mucho apego a las cosas materiales porque nos hubiera dato un patatús. Cuando terminó su descripción dantesca, le pasó el teléfono a su padre que nos dijo:
- ¿Cómo se apaga la luz de techo de vuestro cuarto?
A lo que respondimos
- ¿Qué luz?, si no funciona desde hace dos años
Insistía mi cuñado en que la luz del techo estaba encendida y que en vez del interruptor estaban los cables empalmados y que debería haber otro interruptor, por otro lado.

Nos quedamos de una pieza porque hacía mucho tiempo que se estropeó el interruptor, mi marido compró uno nuevo pero no consiguió que funcionara, así que opto por dejar los cables al aire, eso sí, cubiertos con cinta aislante para no electrocutarnos. No me atreví a llamar a un electricista para no herir su orgullo de ingeniero, por lo que esta situación se prorrogó sine die. Durante todo este tiempo, nunca logré acostumbrarme a la falta del interruptor y cuando mis dedos tocaban los cables, me daba un vuelco al corazón y con los nervios me iba tropezando con los muebles hasta que llegaba a la mesita de noche para encender la lámpara. Así, noche, tras noche, maldiciendo por los bajos al maldito interruptor.

De repente se nos hizo la luz. En la parte inferior de la pared donde está el cabecero de la cama salen un par de cables, rematados en una especie de "perilla" con su pulsador, que nunca supimos para qué servían y en ese momento lo adivinamos.

Dos años, dos, andando a tientas hasta la mesilla de noche, acumulando cardenales en las espinillas, sin conocer el secreto de las "perillas" hasta que tuvieron que venir unos ladrones para poder desvelar el misterio del interruptor.

¡No hay mal que por bien no venga!

Lula

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(1) Ha heredado el espíritu castrense de sus antepasados, pero finalmente no se ha decidido a seguir los pasos de sus ancestros.