El mercado
Mientras persista la tendencia de vivir para comer sobre la de comer para vivir, las galerías de alimentación, también llamadas mercados, nunca serán reemplazadas por las grandes superficies de alimentación. Ese negocio pequeño, basado en la calidad de sus productos y en el trato personalizado al cliente forma parte de nuestras vidas. En el mercado, dentro de una oferta variada, elegimos libremente el establecimiento que nos suministrará los alimentos para nuestra familia.
Me encanta acudir al mercado tanto como odio ir al super, por eso lo dejo para el final(1). Los sábados, a última hora, poco antes de que cierren los puestos, aparezco en la galería comercial de La Estrella, como una señal que anunciase que la hora de cierre está próxima. Alguna vez que he llegado antes de lo habitual, he visto a mis queridos tenderos mirar el reloj asombrados de lo corta que se les había hecho la mañana.
Con la hora en los talones, despliego una frenética actividad multitarea. El primer establecimiento que visito es J.C. Cifuentes, la charcutería, generalmente con una afluencia masiva de parroquianos perezosos (mucho hombre por allí) que se alimentan de embutidos y conservas. Tomo el número del turno, abandono a los de las cenas frías, me voy corriendo para la pescadería de Manoli y Regino, pillando numerito de camino en la pollería de Hilario.
Empieza el desdoblamiento del comprador, girando la cabeza de izquierda a derecha para ver cuál de los dos números que tengo sale antes. De acuerdo con las leyes de Murphy, salen los dos a la vez, por lo que voy pidiendo simultáneamente en la pollería y en la pescadería, conmutando entre la pechuga de pollo y las nécoras, los huevos y las pescadillas. ¡Antes muerta que perder o ceder un turno!
Retorno a la charcutería, en la que en animada conversación siguen los mismos parroquianos a la espera de su turno, los abandono de nuevo y me dirijo a la carnicería de Daniel que no tiene expendedor de números de turno y hay que pedir la vez. Allí tengo oportunidad de ejercer la virtud de la paciencia y doy oportunidad a las otras clientas a que la ejerzan también cuando me corresponde pedir a mí. Soy una clienta muy pejiguera: que si quiero los filetes de cadera cortados así, que si me pones carne para la lasaña picada a cuchillo, no a máquina, que si me preparas una pierna de cordero deshuesada, que si me forras el solomillo con finas láminas de tocino para que no se reseque al horno, etc... Algunas clientas me miran con odio, otras para desgracia de Daniel, toman nota y luego se lo piden ellas también.
Cuando termino en la carnicería me dirijo de nuevo a la Charcutería, cuya cola de parroquianos se ha aligerado un poco. De nuevo se repite el desdoblamiento del comprador, entre la charcutería y la verdulería Riego que regenta Angel y, como siempre, el simpático de Murphy me canta los dos turnos a la vez. Voy pidiendo el jamón de york partido finito, finito, finito mientras blasfemo sobre el precio de las judías verdes, desplegando una impresionante capacidad de compra en paralelo.
Finalizo el maratón pasando por la panadería
de Eduardo, donde tengo encargada una empanada
gallega y cedo a la tentación de los dulces: perrunillas,
tejas, pastas de té...
Muerta de remordimiento por mi debilidad ante el dulce, lo compenso
con la compra de la fruta del puesto de Julia,
saliendo del mercado con la sensación de que llevo comida
muy sana.
Como le tengo alergia al carrito de la compra(2), me faltan manos para sujetar las bolsas de comida, pero la galería de alimentación es muy moderna, tiene un servicio de aparcacoches, que me abre el maletero para que lo inunde de bultos.
En la compra del mercado no gasto más de media hora a la semana, eso sí, muy intensa. Como bien decía D. Baltasar Gracián (no confundir con Garzón) “Lo bueno si breve, dos veces bueno”.
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(1) Primero el deber y luego el placer
(2) Me parece patético llevar un carrito de la compra, va
en contra de mi concepto de la estética.