El intelectualoide

Entre los más curiosos personajes de la fauna humana de nuestros días, figura el aspirante a intelectual o, mejor dicho, a "intelectualoide". No precisa matricularse en ninguna facultad universitaria. En la mayoría de los casos le basta con leerse unas cuantas recensiones de los libros de actualidad, memorizar una serie de citas para "largarlas", venga a cuento o no, en la primera ocasión que se le presente, asistir a alguna tertulia, o sentarse en un viejo café, rodeado de papeles, y escribir, durante horas, delante de un humilde café con leche.

Ayudará notablemente a conseguir la calificación de intelectualoide, el adoptar aspecto y modales de "progre": barba rala o a medio afeitar, pelo cuidadosamente despeinado, pañuelo de vivos colores y una chaqueta de "arruga bella" con apariencia de suciedad. Indumentaria que sustituye en invierno por un largo abrigo oscuro "made in pseudo Armani" con las hombreras llenas de abundante caspa.

Y lo que con total seguridad le otorgará el doctorado en intelectualidad es presumir de haber participado en las jornadas del mayo francés del 68, haber recibido clases en Berkley, asistir exclusivamente a los cines en versión original, y declarar que solo le interesan los ensayos filosóficos de Sartre, Wittgestein, o Walter Benjamín.

En el terreno musical alguno de ellos cree haber descubierto ahora a Gustav Mahler, desconociendo que allá por los años cincuenta del pasado siglo el padre Sopeña ya promovía, entre los universitarios, audiciones del célebre compositor

Cuando nuestro personaje asiste a los conciertos de la llamada música culta es fácil reconocerle: reclina la cabeza hacia atrás, cierra los ojos -con evidente peligro de dormirse -y adopta un visible ensimismamiento. Vamos, que se traspone.

Pero no se crea que este arquetipo es fruto exclusivo de los tiempos que nos ha tocado vivir. Ya en el siglo XVII y XVIII pululaba en la Francia de "los salones" un cierto personaje que despertó el interés de la Psiquiatría del siglo XIX.

Eran individuos que junto a un escaso nivel intelectual, presentaban paradójicamente, ciertas facultades excepcionalmente desarrolladas: excelente memoria, facilidad para resolver cálculos, fluida conversación, etc.,

Cuando años más tarde el gran psiquiatra Hoche descubrió en clínica ciertos pacientes con esas especiales características no dudó en calificarlos con el nombre de "imbécil de salón", en recuerdo de aquellos petimetres que vestidos a los dictados de la última moda y con afectado lenguaje, transitaban con más cortesía que talento por los salones de Paris de los siglos XVII y XVIII.

Salones como el de Madame Geofrin, del que Diderot aseguraba que asistían a sus reuniones todos los que tenían alguna influencia en la corte, figuras de la talla de J.J. Rousseau, d'Alambert o los enviados de Catalina la Grande. O aquel otro que sostenía la famosa Madame de Sevigné, que le permitió recoger suficiente "material" para enviar a su hija nada menos que mil quinientas cartas, refiriéndole las "hablillas de la Corte".

Han transcurrido muchos años y el "testigo" de aquellos "imbeciles de salón" ha pasado a las manos de los actuales "intelectualoides", que cambiando casaca por chaqueta de arruga, pasean, con más afectación que conocimientos, por Ateneos, presentaciones literarias y tertulias de café de nuestras ciudades.

Miguel Arribas

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