El hoyo 8
Tengo un marido golfista y para no quedarme atrás empecé, hace cuatro años, a dar clases de golf. Arrastro este aprendizaje como una pesada cadena, donde el progreso es lento y mi autoestima está amenazada, como consecuencia de no haber llegado a tiempo al reparto del don de la psicomotricidad, tan necesaria para tener un swing perfecto.
Partiendo con unas limitaciones psicomotoras que me impiden coordinar dos movimientos simultáneos, me correspondió en suerte un mal profesor, de nombre Mariano, que no sólo no me enseñó nada sino que dejó que arraigaran en mi swing todos los vicios nefastos que cometemos los novatos. Durante dos años me estuvo desorientando hasta que me cambiaron de profesor, que era su antítesis. Santi, dotado de una paciencia similar a la del Santo Job, ha ido enderezando mi swing hasta llegar a ser si no efectivo, al menos estético.
Tardé mucho en salir al campo de golf por un lamentable miedo al ridículo, pero animada por mi marido y una amiga me examiné para obtener el handicap y empecé a enfrentarme a los hoyos de par 5 sin ponerme a llorar. Poco a poco he ido venciendo el pánico de salir del tee del primer hoyo dando un golpe al vacío o darle a la bola pero no alcanzar más de 10 metros.
Un día Santi me propuso participar en un torneo de alumnos, mi primer torneo. A pesar de quedar un poco abrumada por esta propuesta me apunté sin pensarlo dos veces y empecé a prepararme bien para el día D (16 de junio) hora H (17:10).
El torneo se jugaba en un campo de prácticas de 9 hoyos (2 hoyos de par 4 y el resto de par 3). Me correspondieron de compañeros de juego tres caballeros encantadores, uno de ellos, al que me tocó marcar, jugaba estupendamente y casi gana el torneo. Jugué muy relajada, todas las bolas si no lejos al menos salían rectas, en el approach estuve muy acertada y en el green di unos golpes muy buenos. Como consecuencia llevaba una tarjeta de juego impoluta y con un resultado muy por encima de lo esperado.
Llegué al hoyo 8. Salí mal del hoyo con un golpe largo que se desvió mucho a la derecha, quedando la bola en una zona árida y rodea de obstáculos. En vez de pararme a contar diez y pensar en cómo salir de esa situación, me precipité y de este primer error se derivaron múltiples errores encadenados. A un golpe malo le seguía otro peor que me alejaba más aún del ansiado objetivo, el hoyo 8. Necesite 9 golpes, en un hoyo de par 3, hasta que la bola hizo ese ruido casi divino cuando cae en el agujero rodeado de verde. Este hoyo arruinó mi tarjeta de juego.
Se me quedó el hoyo clavado como una espina en el corazón, me zumbaba entre las neuronas como una avispa. El hoyo 8, el hoyo 8..., hasta que me puse a analizar la causa de esta obsesión. No tardé mucho en darme cuenta de que mi vida es como el hoyo 8, tengo confianza en mis posibilidades, me esfuerzo en hacerlo todo bien, tener todo bajo control, pero llega el Destino con su maldito azar y te desvía de lo esperado. En ese momento, no sé si por secuelas de la falta de psicomotricidad, por la ausencia de paciencia o por la falta de prudencia empiezo a no ser yo misma sino mi negativo, mi imagen detrás del espejo.
Tal y como está la vida, en un cambio constante,
donde es preciso saber convivir con lo inesperado, hay que saber
jugar ese hoyo 8 con templanza, pararse a pensar, enderezar las
malas situaciones, y, sobre todo, nunca nunca empeorarlas.
Como dicen en golf:
No hay salida mala que no enderece un buen approach.
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