El cuentacuentos
En el Passeig Russafa de Valencia hay una Casa del Libro que suele programar diversas actividades culturales siempre relacionadas con los libros. Ese fin de semana anunciaba la presencia de un cuentacuentos para solaz de los más pequeños. Allí fui con mi prima que tiene dos hijos pequeños, una parejita, que parecen salidos de un cuadro de Murillo, pero bajo su aspecto angelical, cuando se impacientan parecen dos gremlins (mojados) capaces de acabar con la paciencia del Santo Job.
Vimos el cielo abierto con esta convocatoria del santuario de los libros porque los mayores podríamos descansar de la ardua tarea de entretener a los nenes, delegando esta sufrida labor en el cuentacuentos, supuestamente experto en dejar a los niños con la boca abierta y en un estado de semiparalización(1).
El evento tenía lugar en la sección infantil de la librería. Habían retirado las mesas centrales dejando sólo las estanterías de las paredes, quedando un espacio de 30 metros cuadrados diáfanos para albergar a los tiernos infantes. Esta sala improvisada se fue llenando de niños de todas las edades, desde los que gateaban hasta los que estaban a punto de hacer la primera comunión. Mis sobrinitos estaban en medio de la campana de Gauss de edades, pero a pesar de ser revoltosos, en comparación con las hordas infantiles allí presentes, su conducta era ejemplar, situándose fuera de la campana de Gauss del vandalismo infantil.
La mayoría de los niños empezaron a sacar los libros de los estantes, pasando las hojas de los ejemplares con furia desatada, arrugándolas y mojándolas de babas, ante la mirada indiferente de sus padres. El ruido ambiental aumentaba conforme pasaba el tiempo y el cuentacuentos no hacía acto de presencia.
Apareció con casi una hora de retraso ataviado con capa y sombrero. Al realizar el saludo descubriéndose la cabeza a la vez que hacía una reverencia, la pluma del sombrero voló por los aires, cayendo en mi regazo. Los niños le perdieron el respeto desde el primer momento, liderados por una niña descarada que le dijo antes de que empezara a contar el cuento: Yo lo que quiero es que nos hagas magia. El muchacho, improvisando en este ambiente hostil, le respondió: No te preocupes, cuando termine el cuento voy a hacer un truco de magia que se me da muy bien, desaparecer.
Había un gigantesco bebé rubio que empezó a hurgar en el hatillo del cuentacuentos, caminando a gatas y desviando toda la atención de la audiencia sobre él. A duras penas podía iniciar el relato, que en realidad era la promoción de un libro llamado Freddy el detective. Durante media hora luchó con los pispajos sin lograr hacerlos callar, pues sus bocas estaban abiertas pero no inmóviles y no paraban de interrumpir el relato a la vez que se movían de un lado a otro siguiendo el ejemplo del megabebé.
Al final, los adultos que acompañábamos a los pitufos aplaudimos al pobre cuentacuentos por el valor que derrochó al soportar tal audiencia. De este espectáculo surrealista me quedó el desasosiego de ver a una infancia desatada, dando rienda suelta a su egoísmo y crueldad natural ante la mirada siempre pasiva de sus padres.
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(1) Como madre con amplia experiencia en la crianza de hijos, puedo decir que no hay nada como verlos dormir plácidamente, hasta el punto que piensas que es el estado perfecto del infante.