Dorian Gray
El mito de un rostro bello que no refleja sus oscuras intenciones siempre me ha atraído morbosamente, como en la película de Thelma y Louise en la que un jovencísimo Brad Pitt, de cara angelical, tuerce el destino de las dos amigas. Pero ese mito está sublimado en la novela de Oscar Wilde titulada El retrato de Dorian Gray, con un pacto con el diablo por medio. Siendo sincera no sé que me impresionó más, si la novela o el bellísimo y ahora olvidado Helmut Berger que protagonizó una versión de la película en 1970.
Lo normal en las malas personas es que quede en su cara un rictus
de amargura de tantos pensamientos y acciones torcidas. Acorde al
dicho: "la cara es el espejo del alma", debieran
quedar al descubierto socialmente, pero a veces no es así,
a veces tras un bello rostro y una simpatía desbordante se
esconde un egoísta recalcitrante sin escrúpulos.
Conocí a un Dorian Gray en su juventud y al reencontrarle tres lustros más tarde pude comprobar que los años no pasaban por él y que seguía tan encantador como siempre. No piensan lo mismo los que durante este tiempo compartieron trabajo con él siendo incapaces de encontrar un adjetivo favorable hacia su persona. Afortunadamente he estado fuera de su alcance durante todo este tiempo.
En su juventud apuntaba maneras, pequeñas trampas como la de ir a las cenas que organizábamos los compañeros de trabajo sin dinero y sin tarjeta de crédito. A los postres ponía una cara angelical a la vez que confesaba haberse dejado la cartera en casa. La primera vez sobraban voluntarios para prestarle dinero, pero conforme iba repitiendo la escena del olvido, los comensales empezaban a mirar al techo. Los que ingenuamente le prestaron dinero nunca lo recuperaron y los que se armaron de valor para recordarle su deuda recibieron por respuesta: "Que interesado eres, sólo piensas en el dinero".
No conforme con no pagar las cenas, intentó sacar beneficio de las mismas. Alegando que éramos unos pardillos que no conocíamos mundo, nos llevaba a sitios de "La movida" de Madrid como el Rock-Ola y nos pedía el dinero de la entrada. Una vez en posesión de los billetes negociaba con el portero para que nos dejara pasar pagando menos entradas de las que nos correspondía, quedándose con la pasta que se había ahorrado y que no pensaba devolver. El problema surgía cuando le pedías la entrada para realizar una consumición, entonces te preguntaba ¿qué vas a tomar?, si decías Cubata, entonces te daba un ticket, pero si decías Coca-Cola, te reprochaba que hicieras tan mal uso de la consumición y no te lo entregaba. Este negocio sólo lo pudo hacer una vez porque éramos buenos pero no tontos.
La verdad es que nos tomaba el pelo con mucha gracia, y éramos muy condescendientes con sus pillerías. Cuando abandonó la empresa en busca de mejores oportunidades le despedimos como a un amigo. Le fue muy bien y progresó mucho en sus nuevos destinos, su encanto natural y la cintura para negociar fueron su mejor activo.
En un momento en el que en el sector de las telecomunicaciones
había muchas oportunidades de cambiar de trabajo, atrajo
con cantos de sirena a antiguos compañeros a los que prometió
trabajar en los mejores y más avanzados proyectos. Ninguno
de ellos pensó en la noche del Rock-Ola y así les
fue. Los proyectos avanzados estaban en Suiza y
el avance consistía en mantener un ensamblador de los años
50. Afortunadamente tras el chasco, pudieron encontrar otro trabajo
mejor.
Pasó el tiempo, explotó la burbuja de las tecnologías y nuestro Dorian se encontró despojado de su cargo ejecutivo. En ese momento inició su carrera de empresario y montó un business-plan que fue mostrado como caso de uso en una prestigiosa escuela de negocios.
Ahora revende minutos y conociéndole, es capaz de desvirtuar el tiempo.
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