Denuncia por extravío
¡Buen regreso de las vacaciones!
para mis amigos del hemisferio norte, mientras que nosotros,
los del sur, estamos contando las lunas que faltan para que
lleguen...
Y mientras allá andaban navegando, nadando, escalando
y todos los “andos” que quieran poner, nosotros
seguíamos caminando las calles repletas de la “city”,
comiendo apurados un emparedado para llegar al banco a depositar
en fecha y renegando con esos ejemplares interplanetarios
llamados “empleados de la administración pública”
(con el perdón de los interplanetarios si es que existen).
Andando en esos menesteres de hacer gestiones en organismos
del estado, tarea insalubre en Argentina,
un viernes (día fatídico por la paranoia que
ataca a la gente que trabaja pensando que al otro día
es fiesta), no tuve mejor idea que presentarme en un destacamento
policial para asentar una denuncia por extravío de
una documentación perteneciente a una empresa.
Hasta aquí todo parecería ser algo normal.
Pero no crean, no es tan así.
Respirando hondo y poniendo en práctica los escasos conocimientos de relajación yoga que tengo, cogí los documentos necesarios (sin olvidar llevar un bolígrafo porque en esos sitios suelen faltar), compré una caja de caramelos (para tener algo que endulzara las horas que me esperaban) y con toda resolución caminé las tres calles que me separaban de la oficina policial en cuestión.
Las dos y media de la tarde,
–buena hora- me dije –podré estar en mi
casa a las tres o tres y media como muy tarde y, por ser viernes,
ya no haré otra cosa y me dedicaré al pasatiempo
favorito: “hacer nada”.
Pero ¡qué lejos estaban mis pensamientos de la
cruda realidad!
Cuando me acerqué a la entrada, un guardia con cara
de “ud. tiene cara de sospechosa”, me
cortó el camino y con tono amenazante dijo (“dijo”
es una manera de decir, si no fuera porque amo tanto a los
perros pondría: “ladró”):
- ¡¿adónde va señora?!-
–Buenas tardes, señor –dije para que notara
que había olvidado el saludo, -solo deseo pasar a la
administración para exponer una denuncia de extravío
de documentación.-
y mientras decía eso, le sonreí con esa sonrisa
que una tiene los viernes por la tarde.
-¡Muy bien, camine por el pasillo, (como si una pudiera
volar si quisiera) al fondo encontrará la oficina de
la guardia.- Y sin más se volvió a mirar hacia
el horizonte (la acera de enfrente) seguramente en busca de
algún “caco en acción”.
No requirió nada más de mi persona,
no tuve que exhibir documentos de identidad, no revisó
mi bolso donde bien podría tener oculta un “arma
mortal” que pusiera en peligro el lugar o para
intentar rescatar a algún delincuente en prisión.
Debo tener una apariencia de “abuela inofensiva”
lo que no me halaga demasiado.
Superado el primer trance, avancé con paso seguro (tratando
de no contradecir la orden de caminar) por el indicado pasillo
hasta toparme con la oficina de la guardia.
Casi las tres menos cuarto,
pero ya estaba allí.
Detrás del mostrador un joven (demasiado joven tal
vez), con su uniforme azul y sus botones dorados, hablaba
cómodamente por teléfono. Como no había
nadie esperando, me acerqué pensando: ¡suerte
la mía, soy la única!, me iría rápido
a mi dulce hogar.
Deposité sobre el mostrador los pesados libros legales que llevaba para documentar la denuncia, el estuche con mis gafas para leer, un pequeño bolso con cosas personales (documentos, dinero, pastillas para mi gastritis, espejo, peine, pañuelos de papel, lápiz labial, etc. etc. etc., en fin, todo lo que las mujeres podemos llevar en un pequeño bolso de mano) y mi teléfono móvil, que por lógica estaba encendido (de lo contrario no sirve para nada) y su pequeña luz así lo indicaba.
El jovenzuelo, sin dejar de hablar por teléfono
(que después pude deducir que hablaba con su novia),
miró mi pequeño móvil, me miró
a los ojos y con una seña digna de Marcel Marceau
me dio a entender que debía apagar el aparatito.
Dueña de un aplomo tibetano, y con mi animo aun en
alto y para no contradecirle, acaté la orden sin mover
una pestaña.
A partir de ese momento quedaba desconectada del mundo real.
Como el uniformado en cuestión continuaba su amena
conversación, poniendo cara de “amante incomprendido”
y haciendo garabatos con un bolígrafo (¡qué
mal pensada fui, había un bolígrafo!) en una
planilla, vaya una a saber de qué, tal vez era la lista
de encarcelados ese día, comencé a buscar la
documentación que necesitaría para presentar
la denuncia.
Pasados largos minutos ya tenía todos los papeles en
perfecto orden, elegí un caramelo de fresa porque mi
boca comenzaba a secarse y me dispuse a esperar.
Buscando establecer una relación amistosa con quien
se transformaría en el enemigo, estiré mi mano
con la cajita y le ofrecí un caramelo. Sin mirarme
movió su cabeza de izquierda a derecha en señal
de: “no, gracias” pero no lo dijo.
El reloj de la pared me mostraba que
las 3 ya llegaban y la conversación continuaba,
mezclada con sonrisas culpables y cómplices (con el
aparato telefónico, se entiende); para no ser indiscreta,
me volví dando la espalda al mostrador mientras recorría
los cuadros y carteles puestos en las otras paredes, con fotos
de oficiales caídos en la lucha contra la delincuencia
y otros señores muy mal peinados con la leyenda “Se
busca”, los miré con atención por
las dudas alguno de ellos fuera amigo mío y yo sin
saberlo.
Cuando el caramelo de fresa desapareció en mi boca,
un fuerte golpe me sobresaltó, el joven había
terminado su conversación y colgaba el auricular.
-¡¡¿Qué desea, Señora?!!
-Buenas tardes señor- dije (aquí también
quise recordarle que él había olvidado el saludo),
deseo asentar una denuncia por extrav....
-¿extravío o robo? –me interrumpió-
porque no es lo mismo.
-creo que dije extravío- y ya mi tono no era tan plácido.
-Muy bien, ¿qué se extravió?
Las 3 y cuarto y aún
no comenzaba la función.
Después de relatar los pormenores que no vienen a cuento
aquí, el susodicho me dice:
-Ahhh, pero para eso tiene que completar unas formas-
-Bueno, permítame el formulario que lo completo ya-
-Es que no tengo. Me queda solo un ejemplar, lo único
que puede hacer es ir al comercio que hacen fotocopias, hacer
copias y traerlos.
-Con movimientos rápidos recogí toda la documentación
que tan prolijamente había desplegado sobre el mostrador,
tomé la planilla que me ofrecía el romántico
enamorado telefónico, giré sobre mis talones
y salí en busca de un sitio donde hacer las fotocopias.
Al pasar al lado del celoso guardián de la entrada
casi piso una de sus botas en el apuro.
Caminé dos calles al norte en busca de una casa de
copias, esperé pacientemente que una niña hiciera
copias de un libro con dibujos de Disney y saqué varias
copias del preciado tesoro que me habían dado para
hacer la denuncia de extravío.
Tres y cuarenta y cinco, caminando nuevamente
hacia la oficina policial. Entré con toda seguridad
pues descontaba que el coloso de la puerta me reconocería
por haber salido hacia pocos momentos de allí... pues
no. Otra vez me gritó: ¡¡¿adónde
va señora?!!
(replay)
De nuevo frente al mostrador, pero esta vez el jovencito no
hablaba por teléfono, hablaba con una jovencita, también
uniformada de azul y botones dorados, sobre un tema de gran
profundidad: cómo bajar de internet no sé qué
programa de no sé qué cosa.
Otra vez acomodé la documentación sobre la mesa,
tratando de no parecer entrometida y respetando la conversación.
Busqué otro caramelo de fresa (esta vez no les ofrecí,
pues hubiera querido que los caramelos fueran de cianuro)
y esperé pacientemente que llegaran al botón
“aceptar” y así el programa quedaría
instalado en el ordenador y podrían atender mi sufrida
denuncia por extravío.
Cuando la jovencita me miró, intentó preguntarme
que quería, pero el caballero la interrumpió
con tono cortante: -viene por una denuncia de extravío.
Bueno, al menos recordaba quien era yo, eso es mucho decir.
La jovencita demostrando que no tenía
ningún interés en atenderme, descolgó
el teléfono y se dedicó a hacer un pedido de
café y emparedados, supongo que a la cafetería
que está al lado de la dependencia policial.
Entregué el original que me había facilitado
el hablador y me dispuse a completar los datos en mi copia.
-Un momento –ordenó- tengo que explicarle como
se completa...
Escuché pacientemente sus indicaciones: -aquí
donde dice “nombre de la empresa” tiene
que poner el nombre de la empresa; aquí donde dice
“domicilio de la empresa” tiene que escribir
el domicilio de la empresa...
A esa altura de las cosas, ya no solucionaba mi problema con
un caramelo de fresa, quería un habano de Cuba para
serenar mi ánimo.
Hasta que llego al final de la hoja: aquí donde dice
“firma” tiene que firmar, y va por cuadruplicado...
pero no tengo papel carbónico.
Las cuatro de la tarde y
mi denuncia sin hacer.
Cuando mi mano derecha comenzaba a acalambrarse por repetir
tantas veces la infinidad de nombres y números con
que debía completar por cuadruplicado los formularios,
con aire victorioso levanté mi cabeza en busca del
jovencito...
No estaba más allí.
Lo busqué con la mirada, pero nada. Solo se oía
el murmullo de conversaciones tras la puerta lateral, adornado
de tanto en tanto por sonoras risas.
Esperé. Volví a recorrer la galería de
fotos de las paredes. Esperé. Ya los caramelos de fresa
me daban nauseas. Mi móvil apagado, al menos hubiera
podido conversar con una amiga y contarle mis penurias. Seguí
esperando, hasta que de pronto, terminando de ingerir los
restos de un emparedado (allí estaba el motivo de la
ausencia), apareció el hablador.
-¿Ya terminó de completar todo
como le indiqué?
Tuve la sensación que había estado completando
un cuestionario para acceder a la NASA, le
entregué amablemente (como pude) todas las formas completas.
Las miró de arriba para abajo, de abajo a arriba, de
lado a lado, creo que hasta de perfil, mientras rascaba su
barbilla con gesto de concentración académica.
-Bueno, ahora debe esperar que pase estas formas por fax a
la dependencia...bla, bla, bla, para su control.
-¿Y cuánto demorará ese trámite?
–pregunté con una mezcla de odio/desesperación/resignación.
-Y... depende del teléfono.
Las cuatro y cuarto, ya veía
yo que mi plan de “hacer nada” se desvanecía.
-Siéntese un momento que ya le avisaré- Y me
indicó un obsoleto sofá verde descolorido, contra
una pared de la que colgaba la foto del “Buscado”
más feo de todos.
Para ser sincera con ustedes, no miré
más el reloj. Me abandoné a mi suerte y traté
de gozar con las desventuras de otros, que como yo, llegaban
en busca de realizar algún tramitecillo en la dependencia.
-Ya verás! murmuraba para mí, ahora te mandarán
a sacar copias pues no tienen más formas para darte...
ja ja, y allí salía el sorprendido visitante
en busca de la casa de fotocopias...
En un momento creo que dormité, pues la voz potente
de un señor que parecía ser un jefe, me sobresaltó.
Me puse de pie para despabilarme un poco, no sea que me metieran
a prisión por ebriedad.
Cuando consideré que el tiempo para pasar un fax había
sido suficiente, me acerque al hablador y le dije:
-¿Aun no pudo pasar el fax?
Me miró con cara de: “¿usted cree
que si lo hubiera pasado no le habría avisado?"
-No. El teléfono que debe recibir parece estar descompuesto.
Creo que debo haber abierto mi boca como pajarillo que pide
alimento en el nido, porque el jovencito se acomodó
dentro de su uniforme, algo molesto, y me dijo:
-Mire Señora, ¿por qué no va a beber
un refresco a la cafetería de aquí al lado y
regresa en una hora, tal vez para ese momento se haya solucionado
el problema del teléfono.
Las cinco menos cuarto, en
el bar pedí un refresco (aunque un whisky me hubiera
sentado mejor, pero temí que el alcohol despertara
el instinto animal que todos tenemos escondido).
Esperé que pasara casi la hora que me había
pedido el enemigo, tratando de volar con el pensamiento a
algún sitio bonito donde quisiera estar, alejando así
de la mente la idea de asesinar al susodicho, planeando diferentes
formas del crimen perfecto.
A las seis menos cuarto regresé, no sin antes pasar
frente al vigilante apostado, que ya lo veía como un
carcelero medieval, que volvió a preguntarme...
(replay)
Bueno, pensé, ya estará el visto
bueno a mis formularios y podré llevar mi denuncia
por extravío. Aunque me coja la noche, dormiré
con la conciencia del deber cumplido.
Esta vez el hablador estaba sentado solitario, mirando hacia
la puerta de entrada, casi esperándome. Creo que pude
percibir un brillo malicioso en sus ojos. Me temblaron las
piernas pero traté de parecer imperturbable, estiré
mis labios como para mostrar los dientes y que pareciera una
sonrisa y pregunté:
-¿Ya está? Casi con un hilo de voz.
-Sí. Pero tiene un error.
......
-Eso le pasa porque no prestó atención a mis
explicaciones cuando le dije cómo completar el formulario.
-Pero, pero –balbuceaba- ¿en qué me equivoqué?
-Aquí –dijo triunfante- donde dice: “¿la
empresa tiene un perito contable?”
-Ssssi, ¿qué pasa con eso? –tartamudeando
no sé si de rabia o de miedo,
-Bueno, usted puso “NO TIENE”
-Claro, si la empresa no tiene un perito contable. ¿Qué
quiere que ponga?
-Tiene que poner: “NO POSEE”.
Y como en este formulario no se puede borrar, tachar o sobrescribir,
tiene que hacerlo de nuevo y por cuadruplicado y lo tengo
que enviar nuevamente por fax.
Las seis de la tarde del viernes.
A la noche, en la penumbra de mi cuarto, sin deseos del “hacer
nada” de los viernes, asqueada de tanto caramelo
de fresa, pensaba en la Real Academia de la Lengua
Española, si pudiese enviarles un e-mail para
que me explicaran la diferencia entre: NO TIENE
y NO POSEE.
Hasta la próxima desde el sur.
Lica
2004
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