Viridiana
Es mi restaurante favorito desde hace tropecientos años. El destino me lo puso a tiro de piedra cuando vivía en la calle Peyre. En aquel entonces Viridiana se encontraba en la calle Fundadores, a escasos metros de mi calle. Todas las tardes pasaba por la puerta del restaurante cuando llevaba de paseo a mis hijos al Parque de la Fuente del Berro. Siempre me paraba a leer la carta en la que Abraham García desgranaba con letra picuda delicias profusamente descritas. Totalmente subyugada por esa mezcla de sabores que casi sentía paladear, despertaba de mi ensueño para comprender que esos placeres no estaban a la altura de mi bolsillo. Dos sueldos mínimos, dos niños muy pequeños y un piso en alquiler dejaban poco margen para comidas exquisitas.
Pero tanto fui al Parque de la Fuente del Berro, que como el cántaro, caí, y se rompió la prudencia de no incurrir en gastos que no me podía permitir. Me ayudó mi marido a dar este paso después de que le contase mi parada diaria en el restaurante.
El restaurante era pequeño y se llenaba hasta la última mesa. El primer día que fuimos nos sentaron en una mesa justo al lado de la puerta, sin duda la peor mesa. Para entretener la espera de la comida obsequiaban con un aperitivo que adornaban con una hoja de hiedra. En la hoja solían poner una inscripción en mantequilla con alguna frase personalizada(1). Ese día escribió Abraham "Sa puerta". Recuerdo que mi primer día comí crema de alcachofas con pistachos, crêpes de morcilla y pudding de menta con chocolate amargo. A mí me fascinó, a mi marido le dejó frío, pero siempre le agradeceré que me llevara a Viridiana a comer porque sabía la ilusión que me hacía.
Cuando mejoraron mis condiciones económicas empecé a llevar allí a mis amigos. También les tengo que agradecer que se rascaran el bolsillo ya que alguno de ellos comía para vivir en vez de vivir para comer. Una vez estuvimos allí todas las chicas de mi proyecto y cuando Abraham vio a tanta mujer junta (cosa nada habitual) nos puso en la hoja de hiedra "¿Qué hacéis después de cena?". Aquel día estaña allí Pedro J. y Ágata, asiduos del restaurante. Otra vez coincidí con Sabina, al que reconocí por su camisa con chorreras.
Cuando mi marido aprobó la oposición fuimos toda la familia a celebrarlo a Viridiana. Ya se había trasladado el restaurante a la calle Juan de Mena. Mis hijos, sangre de mi sangre, quedaron enganchados a la alquimia culinaria de Abraham. Se repetía la historia, su paladar era superior a su economía. Ese día Abraham se extrañó que comieran adolescentes en su restaurante y estuvo merodeando por la mesa. Al cabo de un rato vino y nos dijo: “¿de dónde son ustedes que no consigo identificar el acento? Después de aquella comida celebramos todos los eventos académicos (selectividad, carrera, Master..) en Viridiana. Cuando estaba por Madrid, S.M. estaba al tanto de las titulaciones y se apunta a la comida.
Lo que son las cosas, ese vínculo emocional a la cocina de Abraham ha dado lugar a otros vínculos. La última vez que fuimos a celebrar mi Master, uno de los camareros había sido compañero de mi hija benjamina cuando ella trabajaba en el Nodo.
Espero que mis hijos me den alguna alegría académica porque sino hasta que termine mi Tesis no voy a tener excusa de dejarme caer por allí. No tengo la suerte de mi hijo que en su cumpleaños le invitaron a cenar en Viridiana porque es amigo de uno de los cocineros del restaurante.
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(1) La costumbre del aperitivo se ha mantenido pero lamentablemente la hoja de hiedra ha desaparecido.